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Los síntomas de la depresión se parapetan en los efectos del alcohol. La sensación placentera es pasajera, un espejismo. El alcohol no es un escape sino un debacle.
El desarrollo de la depresión es el resultado de un conglomerado de factores psicológicos y ambientales y no sólo de cierta predisposición biológica. Los problemas de tipo laboral o estudiantil, las tensiones diarias o los conflictos con uno mismo ocupan un lugar preponderante en la eclosión de la depresión. Las cuestiones sentimentales, el divorcio o la pérdida de un ser querido son un buen caldo de cultivo para caer en una depresión.
Habida cuenta de la interrelación entre cuerpo y mente, el padecimiento de ciertas enfermedades físicas como cáncer, trastornos cardiovasculares, Parkinson, accidentes cerebro-vasculares o trastornos hormonales pueden ser la mecha para una depresión.
En la valoración de una depresión, el médico debe descartar que la sintomatología depresiva no es consecuencia de la ingesta de sustancias psicoactivas o de la presencia de algún trastorno mental orgánico. Siendo fundamental la elaboración del historial médico y la anotación de los antecedentes depresivos. Igualmente, se deben estudiar los patrones del habla, de la memoria y del pensamiento así como las ideas recurrentes de muerte.
En nuestra sociedad actual, el trabajo en exceso, el alcohol, las drogas o el abuso de psicofármacos se convierten en herramientas para maquillar la depresión. El alcohol pertenece al grupo de los sedantes como los barbitúricos y las benzodiacepinas. Es por tanto, un depresor con efecto tóxico en el sistema nervioso central, la formación reticular, la médula espinal, el cerebelo, la corteza cerebral y numerosos neurotransmisores. El alcohol altera las funciones vitales, ralentiza el pensamiento, el habla y el movimiento. Asimismo, afecta al control de las emociones, de los pensamientos y del comportamiento. Incapacita para sentir dolor llegando a la inconsciencia o incluso el coma.
El alcohol genera dependencia al crear un sentimiento placentero aliviando tensiones y obviando, por un momento, las situaciones que causan malestar. Con el tiempo, el efecto placentero de la dopamina disminuye. La persona dependiente del alcohol genera tolerancia y necesita aumentar la ingesta para llegar a la misma sensación conseguida con anterioridad. Un círculo vicioso que suele desembocar en depresión. El alcohol no es un escape a la depresión sino un debacle.
La comorbilidad depresión-alcoholismo alcanza porcentajes de un 36% en alcohólicos con sufrimiento psicológico. De hecho, la depresión no cesará sin antes haber zanjado el consumo elevado de alcohol. Por ello, antes que nada es necesario un reconocimiento del problema y solicitar ayuda psicológica. Los síntomas de la depresión se parapetan en los efectos del alcohol entorpeciendo la terapia contra la depresión, retardándola y agravando sus secuelas.
Ingrid Tomé
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